Solo existe una forma de que
me levante feliz a las 3:00 a.m. Para aquellas personas que me conocen de
verdad no es un secreto mi defecto más feo y complicado: ODIO levantarme
temprano en la mañana; y para eso hay un remedio, uno solo, el único. No se compra
en farmacias sino en una agencia de viajes. Sí, lo acepto, solo soy capaz de
levantarme feliz cuando hay un avión de por medio y sellos en el pasaporte. Es
más, creo que hablar de “levantarme” es solo un eufemismo, para decir realmente
que me acosté en el sofá de la sala a esperar a que sonara el despertador,
agarrar mi maleta y subirme al taxi, rumbo al Aeropuerto Internacional de
Maiquetía camino a New York.
Uno de los beneficios de salir
tan temprano es sin duda que no hay nada de tráfico, la autopista está tan
libre que da hasta miedito. Parece que el fin del mundo llegó y somos los
únicos sobrevivientes. En fin, a las 4:30 a.m. ya estábamos en la cola de
American Airlines para chequearnos y entrar, para “entretenernos en el duty
free”. Primera y única decepción del viaje: la escasez es tan brutal en nuestro
país, que hasta el duty free está desabastecido. Suerte para mí, no estaba
interesada en comprar nada ahí, así que continuemos.
Nuestro vuelo era a las 10:15
a.m. (sí, ya sé que somos unas exageradas, pero para esperar en la casa viendo
al techo, preferimos estar ya de frente a la pista de aterrizaje) así que
optamos por las mejores opciones en casos como estos: dormir y comer. Y valió
la pena, porque el tiempo pasó volando (hablando de aviones y aeropuertos, já) Luego
de los golfeados Don Goyo, un paseíto ida y vuelta de aquí para allá y de allá
para acá y de comprar un par de revistas que no leí por dormir de a raticos,
abordamos el boeing que nos llevaría a la gran manzana.
El vuelo no estuvo bien,
afortunadamente yo soy de las que piensa que si el avión se va a caer, pues que
se caiga de una vez y ya. Y mucho menos cuando empezó Life of Pi. No quisiera caer en malas interpretaciones. Esa peli es
hermosa. La vi en 3D y aluciné; pero seamos sinceros, no es el tipo de
películas que uno quiere ver (spoiler alert) volando a no sé qué tantos pies
del océano. Pero como yo soy, como soy, pues me puse a verla (por segunda vez)
qué más.
La comida en el avión fue tan
comida de avión, como puede ser cualquiera. Es como jugar a la cocinita con
ollitas Fisher Price y un poco de tierra y grama, pero de verdad. Nada que me
sorprendiera. Si quieren saber, fue pollo con arroz y ensalada. Sí, parece más
la lonchera de la oficina, que cualquier otra cosa (pero de juguete)
Finalmente el capitán nos
informa que estamos a punto de aterrizar. Me asomé por la venta para descubrir
que la neblina no dejaba ver absolutamente nada, hasta que de la nada, el tren
de aterrizaje golpeó la pista y pude ver junto a nosotros un avión de Virgin,
estacionado justo al lado. “Estoy en New York” pensé y se me salieron las
lágrimas.
Nos bajamos del avión, hicimos
la inmensa cola de inmigración y cuando por fin fue nuestro turno, el funcionario
(odio esa palabra) que nos estaba sellando el pasaporte se llevó a mi hermana
para “el cuartico” ¡Horror! No sé si fue el porte de musulmana que tiene a
veces, pero se la llevó con su carita de pánico inocente, sus verdes ojos
manchados de lágrimas y sus ganas de salir corriendo a ver la Estatua de la
Libertad. Algo la delató, la hizo sospechosa y todavía no puedo descifrar qué
fue. Millones de pensamientos se cruzaron por mi cabeza mientras esperaba a que
saliera, es sorprendente cómo el tiempo va borrando esas cosas, porque no puedo
recordar ninguno en específico; lo que sí recuerdo era la sensación que me
producía ver salir personas y que ninguna de esas era ella. Probablemente
pasaron 10 minutos, que para mi fueron 10.000 horas, hasta que por fin la vi.
Esta vez sí era ella, mostrándome sus dientes blancos, con una amplia sonrisa,
diciéndome “ya pasó, vamos que el Empire State nos espera”.
Al salir del JFK nos golpeó
una realidad que desconocíamos: hay ciertas temperaturas a las que personas del
trópico (que aman el frío) no están acostumbradas. Primera conclusión “este
suéter no es suficiente”. Nos subimos al taxi y el viaje realmente empezó.
Una de las mejores cosas de
que el aeropuerto quede tan lejos de Manhattan, es que puedes ver la ciudad como
la conoces: la típica foto de afiche, o el plano famoso de las películas. La
única diferencia es que, desde el taxi todo es real, y con cada minuto, la
ciudad se va haciendo más grande y más próxima. Qué deliciosa sensación esa,
cuando se pueden tocar los sueños.
El taxi nos llevó hasta nuestro
lugar de destino, un apartamentico lindísimo en la calle 34, con Madison. Subimos
los dos pisos para conocerlo, dejamos las maletas y salimos corriendo a
recorrer, sin rumbo alguno, lo que fuera apareciendo.
Habían cosas que ya sabíamos,
como que estábamos muy cerca del Empire State, o como que estábamos a una
cuadra de la 5ta Av., pero de todas formas nos impresionaba todo, lógicamente. Hasta
que de repente nos dimos cuenta de que eran como las 8:00 p.m. y no habíamos
comido nada (el pollo de plástico no cuenta), así que empezamos a buscar lo que
encontráramos, y no apareció nada mejor que una pizzería muy famosa que queda a
una calle bajando por el mismo Empire State, el cual nos agarró con la guardia
baja, porque no estábamos esperando verlo tan pronto, con esa altura iluminada
e imponente, y coronado por una neblina suave, que atenuaba la luz brillante de
su puntiaguda cúspide.
Pizza y New York, son dos cosas
que siempre irán bien juntas. Los slices como los de Sex & The City, en un
lugar que estoy segura, aparece en uno (o varios) de los capítulos de la serie.
No es el lugar más bello al que entré, pero creo que es mi favorito. Las pizzas
son deliciosas, quedan en uno de los lugares más emblemáticos de la ciudad y es
visitado por egipcios sexys, que no tienen ningún tipo de delicadeza para
pedirle matrimonio a una venezolana, recién bajada del avión. Sí, un egipcio
hermoso de 26 años me ofreció matrimonio y yo, nerviosa e incrédula, no acepté.
Qué novata.
De regreso a la casa, nos encontramos con el primer Starbucks, el cual fue muy conveniente, porque el frío ya estaba inundando hasta lo más profundo de nuestros huesos y de ahí, paramos en el 7 Eleven que quedaba en la esquina de la 34 con Madison, para comprar unas respectivas Stellas Artois. Había que celebrar la llegada triunfal de tres venezolanas, a Manhattan.