domingo, 21 de diciembre de 2014

Querido Niño Jesús,

                Desde hace tiempo que no te escribo una carta. La última fue hace muchos años, en la que te pedía que me ayudaras a tener valentía para hacer las cosas que no había hecho hasta la fecha. Entre esas escribir. Gracias por leer aquella misiva.

            Muchas cosas han pasado desde entonces. Me cambié de trabajo y aunque me costó adaptarme, ahora me va muy bien. Mis amigos se fueron del país y están tan lejos, que ni en whatsapp coincidimos con regularidad. Cosas del horario. En los asuntos del amor las cosas también cambiaron. Sí, terminamos y desde ese día nadie ha vuelto a ponerme el corazón en su sitio. Tal parece que el espacio donde va, todavía está vacío. Conocí Nueva York. Y si hay algún lugar parecido al de los sueños, ese debe ser el Central Park a las cinco de la tarde, de cualquier día de abril. Ya no me gustan tanto los viernes. Ahora prefiero los jueves porque encontré el momento para ser feliz, en un lugar donde la palabra une a un grupo extraordinario del que, gracias a ti, formo parte. Como ves, mi vida ha cambiado desde que te escribí. Yo he cambiado mucho también, pero a pesar de eso hay algo que, aunque todos los años creo que pierdo, sigue estando ahí… Y es mi amor por la Navidad.

            Cuando llega noviembre y empiezo a ver los pinos sobre los techos de los carros y las luces iluminando las ventanas o cuando escucho las gaitas en las panaderías y siento el olor a las hojas de las hallacas, siempre pienso “hay que montar la Navidad en la casa, qué flojera”. Me voy haciendo la loca y dejo pasar los días a ver si este año consigo ser la cínica que se niega a montar el arbolito y a armar el nacimiento. Pero cuando mi hermana me dice “marica de este fin de semana no pasa”, viéndome con esos ojos verdes cristalinos, es cuando recuerdo que me fascina la Navidad y que hay una razón para quererla tanto.

            La historia de mi familia es complicada. Mientras mi abuelo materno colmaba de besos y de abrazos a sus hijas, los veinticuatros de diciembre; mi abuelo paterno abandonaba a sus pequeños, dejándolos con una madre oscura y egoísta, que se encerraba a llorar, hasta que se terminaba el mes y su bígamo esposo volvía como si nada, a una casa donde se fingían las bienvenidas y las alegrías. Mi papá tuvo que crecer con eso.

            Afortunadamente al casarse con mi mamá, se dio cuenta de que la Navidad podía ser bella y cuando nacimos sus dos hijas enloqueció. Cada año compraba más adornos, más regalos, más luces. Buscaba las recetas más complicadas de lomo de cerdo. Y soñaba con preparar un puré de castañas, sin tener idea de dónde se compraban, cómo se pelaban y a qué sabían. Nos obligaba a bajar al maletero a buscar las cajas desde octubre y nos invitaba a escribirte las cartas con mucha anticipación, para que pudieras encontrar lo que habíamos pedido.

            Con mi papá todo era muy bonito, hasta que una noche gris de agosto de 1998 decidió irse. Ese año no salieron las cajas, no se encendieron las luces y no se vio ni un adorno. Y aunque nos fuimos a Mérida, fue muy extraño no decorar la casa aquí en Caracas. Entonces mi mamá, mi hermana y yo hicimos un pacto: poner la Navidad todos los años, para recordar siempre que nosotras venimos de esa parte hermosa de la familia. Para recordar que mi abuelo Olinto nos hizo de aguinaldos, de coronas de adviento, de pesebres iluminados y de árboles llenos de verde, rojo y dorado. Para recordar que la casa se decora brindando, cantando “El Poncho Andino” y para recordar que tengo la razón más valiosa para querer tanto mi Navidad.

Gracias por haberme puesto en los lugares indicados y gracias por haberme ayudado a darme cuenta de eso.


             Feliz Navidad Niñito. En ti pongo mi 2015.