Desde
hace tiempo que no te escribo una carta. La última fue hace muchos años, en la
que te pedía que me ayudaras a tener valentía para hacer las cosas que no había
hecho hasta la fecha. Entre esas escribir. Gracias por leer aquella misiva.
Muchas cosas han pasado desde
entonces. Me cambié de trabajo y aunque me costó adaptarme, ahora me va muy
bien. Mis amigos se fueron del país y están tan lejos, que ni en whatsapp
coincidimos con regularidad. Cosas del horario. En los asuntos del amor las
cosas también cambiaron. Sí, terminamos y desde ese día nadie ha vuelto a
ponerme el corazón en su sitio. Tal parece que el espacio donde va, todavía
está vacío. Conocí Nueva York. Y si hay algún lugar parecido al de los sueños,
ese debe ser el Central Park a las cinco de la tarde, de cualquier día de
abril. Ya no me gustan tanto los viernes. Ahora prefiero los jueves porque
encontré el momento para ser feliz, en un lugar donde la palabra une a un grupo
extraordinario del que, gracias a ti, formo parte. Como ves, mi vida ha cambiado
desde que te escribí. Yo he cambiado mucho también, pero a pesar de eso hay
algo que, aunque todos los años creo que pierdo, sigue estando ahí… Y es mi amor
por la Navidad.
Cuando llega noviembre y empiezo a
ver los pinos sobre los techos de los carros y las luces iluminando las
ventanas o cuando escucho las gaitas en las panaderías y siento el olor a las hojas
de las hallacas, siempre pienso “hay que montar la Navidad en la casa, qué
flojera”. Me voy haciendo la loca y dejo pasar los días a ver si este año
consigo ser la cínica que se niega a montar el arbolito y a armar el
nacimiento. Pero cuando mi hermana me dice “marica de este fin de semana no
pasa”, viéndome con esos ojos verdes cristalinos, es cuando recuerdo que me
fascina la Navidad y que hay una razón para quererla tanto.
La historia de mi familia es
complicada. Mientras mi abuelo materno colmaba de besos y de abrazos a sus
hijas, los veinticuatros de diciembre; mi abuelo paterno abandonaba a sus
pequeños, dejándolos con una madre oscura y egoísta, que se encerraba a llorar,
hasta que se terminaba el mes y su bígamo esposo volvía como si nada, a una
casa donde se fingían las bienvenidas y las alegrías. Mi papá tuvo que crecer
con eso.
Afortunadamente al casarse con mi
mamá, se dio cuenta de que la Navidad podía ser bella y cuando nacimos sus dos
hijas enloqueció. Cada año compraba más adornos, más regalos, más luces. Buscaba
las recetas más complicadas de lomo de cerdo. Y soñaba con preparar un puré de
castañas, sin tener idea de dónde se compraban, cómo se pelaban y a qué sabían.
Nos obligaba a bajar al maletero a buscar las cajas desde octubre y nos invitaba
a escribirte las cartas con mucha anticipación, para que pudieras encontrar lo
que habíamos pedido.
Con mi papá todo era muy bonito,
hasta que una noche gris de agosto de 1998 decidió irse. Ese año no salieron
las cajas, no se encendieron las luces y no se vio ni un adorno. Y aunque nos
fuimos a Mérida, fue muy extraño no decorar la casa aquí en Caracas. Entonces
mi mamá, mi hermana y yo hicimos un pacto: poner la Navidad todos los años, para
recordar siempre que nosotras venimos de esa parte hermosa de la familia. Para
recordar que mi abuelo Olinto nos hizo de aguinaldos, de coronas de adviento,
de pesebres iluminados y de árboles llenos de verde, rojo y dorado. Para
recordar que la casa se decora brindando, cantando “El Poncho Andino” y para recordar
que tengo la razón más valiosa para querer tanto mi Navidad.
Gracias por haberme puesto en los lugares
indicados y gracias por haberme ayudado a darme cuenta de eso.
Feliz Navidad Niñito. En ti pongo mi 2015.